Hay canciones que son una declaración, una puerta por la que salir a la calle y gritar. Esta es una de las mejores. La tengo grabada nota a nota en cada pliegue de la memoria. Al escucharla mi cerebro sonríe, se activa, se sacude el polvo de la tristeza y empieza a emitir emociones, felicidad a su manera. Hay canciones que te bañan de agua, te empapan de un extraño líquido volcánico.
Acabo de preguntar a la sirena de los tejados qué sabe de mañana y me ha respondido: “Nada, todo” y después se ha sumergido en un mar de corales. Miré sus juegos acuáticos sobre la cubierta de la casa de enfrente. A su paso, las tejas iban cambiando de color, como en un milagro: azules, verdes, amarillas, rojas…
La canción de Pink Flyod no dejaba de sonar en mi cabeza y en el equipo de música. Sentí el vértigo del tiempo, las mazas de los años, la esperanza que se renueva. Subí el volumen y esperé a que la sirena terminase su paseo por el arco iris. Cuando regresó a mi ventana me dio un beso y dijo: “Ya está, ya lo he hecho”. No sé de qué me habla pero yo sonreí y le besé de vuelta en los labios y desde ese momento soy yo quien cambia de colores. Ahora verde, ahora azul, ahora rojo. Al despertar me dije: una pesadilla. Pero cuando intenté comerme el mal sueño ante el espejo mis labios sabían a sal y escamas.
A día siguiente me soñé pescado y al llegar a mi ventana en busca de la sirena me encontré a una mujer con piernas que me esperaba desnuda. En medio de ese sueño pensé: tenemos que organizarnos, o todos humanos o todos animales...
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