Otoño súbito como los santos súbitos. Frío. Lluvia melosa, que se desliza por los tejados. Se me llenaron los cristales de una película de agua, mares contenidos que descienden por las tejas en busca de océanos imaginarios. Otoño más una botella de buen vino genera quietud y una cierta querencia a la errata en las teclas del ordenador. El alcohol se me duplica en una segunda tormenta, otros líquidos me abandonan por las orejas, los ojos, convirtiendome en un zombi que se seca.
Viví en un tiovivo en el que los caballos echaron a galopar, tal vez prejubilados. Doy vueltas y vueltas sin mucho sentido. Hoy amanecí pegada, lejos, caliente, feliz y tuve que arrancarme de ese mundo para transitar en tren a este otro otoñal, desde la luz de la costa donde el Mediterráneo bate palmas y olas a este Segovia grisuno y ventoso.
Me gustaría abrir la caja de los recuerdos y esparciarla sobre la cama y decidir qué memorias son amigas y cuales fantasía. A veces quien vigila en el proceso de ordenamiento exige resultados inmediatos, y los habrá, pero antes es necesario dar nombre a las cosas y a las no cosas. En estos días de frío y lluvia me gusta pensar (sentir) en abrazos cálidos, en una playa repleta de algas y conchas y escoger una a la que escucharle el lamento de otro mundo. Hay conchas que lloran como los humanos, que hablan, balbucean... Cuando abro los ojos está ella. Plena, alta, rubia, reina. El tiempo se detiene, todo se baraja y yo apuesto: todo o nada, porque sí, porque estoy cansada, porque merece la pena, porque estoy harta de medirme las cuentas, de ser timorata.
Todo o nada, rojo o negro. Así son las cosas
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