Anoche teníamos una hermosa y grandiosa luna llena sobre Berlín. Solo es un globo blanco, enorme, espectacular, picado por la viruela y los meteoritos colgado del techo de una ciudad a punto de dormir. Solo es eso, pero me gusta. Al ver la luna me dan ganas de encaramarme a una farola y acariciarla, soplarla para que se mueva y me ilumine el camino a casa.
Con tanta luz ahí arriba, los mimos se vuelven cuerdos y dejan de ser mimos. En vez de estarse quietos, como mandan las leyes de las estatuas, se descaran y piropean.
Antes no se iniciaban guerras en las noches de luna llena, en las que el enemigo podía descubrir tus pasos por muy sigilosos que fueran. Ahora, poco importa el enemigo cuando la superioridad aérea es infinita. Puedes bombardear cuando te dé la gana siempre y cuando salga bien colocado en televisión.
La luna gobierna mis mareas interiores; cuando se hincha me arranca sonrisas, alegrías, optimismos. Si se oscurece, me surgen las melancolías, la lucidez…